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La música como manera de servicio 

Conversaciones con la Diáspora. – Emmanuel Roque

por Karim López, para Diaspora & Development Foundation, EE.UU.

-New York, Estados Unidos 

Desde una capilla en Queens, un dominicano de Santiago transforma su guitarra en órgano y su vocación en puente entre culturas. Emmanuel Roque demuestra que la música puede ser también una forma de fe y de servicio a los demás.

Hay artistas cuya obra parece nacer de una necesidad íntima, casi biológica, de comprender el mundo. En Emmanuel Roque, músico y educador, esa necesidad toma la forma de una oración. Mientras lo escucho hablar, percibo que su manera de entender la música no se sostiene solamente en la ambición de ser oído, sino en el deseo profundo y vocacional de servir. No lo dice con la pretensión pomposa del artista que sabe de sobra su valía: lo muestra como quien lleva años afinando una guitarra y un alma al mismo tiempo.

Me impresiona de entrada su convicción cuando afirma que la música se convirtió en su forma de acariciar al mundo. En su adolescencia, cuenta, sacrificó sus horas de recreo y práctica deportiva mandatoria en sus años de estudio en el Seminario San Pío X, para dedicarse a aprender a tocar la guitarra, regalo de su madre. Lo dice riendo, pero hay algo profundamente simbólico en ese gesto: renunciar al movimiento del cuerpo para explorar el movimiento interior. “Yo llegaba a la casa de la gente con mi guitarra”, me dice, “así como otros llegan con flores o con una botella de vino. Era mi manera de abrazar.” Esa última frase queda flotando, casi como una nota suspendida que el oído se rehúsa a dejar escapar, porque en ella se resume la ética que siempre le acompaña: la música no como adorno, sino como forma de presencia.

La historia de Emmanuel es también la de un éxodo silencioso. Le vio nacer la ciudad de Moca (el año no nos incumbe), pero el sol que lo formó fue el de Santiago, en el corazón mismo de la República Dominicana, una tierra donde la música no se aprende: se respira. Llegado su tiempo, el destino (o la obediencia a un deber familiar, como él lo llama) lo llevó a dejar esa patria sonora y emigrar a New York. No lo hizo, aclara, por ambición. “Pudo más el sentido de responsabilidad y amor a mi familia, tras el nacimiento de mi primer hijo.” Su voz se suaviza al decirlo, como si se tomara el momento de saborear del todo el peso que acarreó la decisión. Dejó atrás una carrera prometedora, una red afectiva y una certeza de pertenencia, para en esa misma pérdida encontrar otra forma de plenitud: la posibilidad de cantar para América Latina entera, representada y reunida en una misma ceremonia litúrgica en la ciudad de los rascacielos. 

Mientras lo escucho narrar ese tránsito, pienso en cuántos artistas de la diáspora viven con esa paradoja: tener que irse para sentir que pudieron llegar. Emmanuel, como maestro de Filosofía que es, no romantiza la emigración. Habla del miedo, del desconcierto ante el idioma, de la sensación de tener que empezar desde cero incluso en lo que se ama. “Aquí nadie te regala nada”, dice, “las oportunidades hay que ganárselas.” Y nada más cierto para él al tener que navegar en principio entre oficios del cuerpo y del sol. Sin embargo, hay una serenidad luminosa en su relato. Su fe, afianzada en años de estudios como seminarista, no es la del dogma, sino la de quien ha aprendido a encontrar propósito en el sendero de lo incierto. La música, me cuenta, fue su pasaporte interior: la manera de seguir hablando el idioma del trópico, aún entre inviernos.

En ese sentido, lo más dominicano de Emmanuel no es una melodía ni una palabra, sino la cadencia con la que se aproxima al mundo. En su manera de hablar hay un ritmo que oscila entre el bolero y la homilía. Dice que en una de sus canciones incluyó una expresión muy dominicana (“me vuelvo un ocho si tú no estás”) y que a muchos les sorprendió escuchar una frase tan coloquial en un contexto tan uniformemente sobrio. Pero para él no hay contradicción. “Eso también soy yo”, explica. En su universo, lo popular y lo espiritual conviven con naturalidad: como si la música fuera un territorio donde el alma y la cotidianidad pudieran reconocerse sin jerarquías.

Hay en Emmanuel una claridad que desarma. Habla de la enseñanza con la misma ternura con la que habla de tocar. “No quiero solo transmitir técnica”, dice, “sino despertar conciencia.” Me recuerda una frase que él mismo cita: “quien piensa, aprende; quien pone a pensar, enseña”. Lo repite como un mantra hasta que a mí mismo se me queda instalado en la psique, y comprendo que para él la educación es una extensión del acto musical: ambos buscan mover algo en el otro. No impresionar, sino conmover. No instruir, sino transformar.

La conversación luego deriva hacia su extensa colección de instrumentos de cuerda, que se perfila como un mapa sonoro del mundo: un laúd egipcio, un bouzouki griego, una balalaika rusa, un charango andino, y decenas más. Le pregunto si no teme diluir su identidad entre tantas voces y fraseos ajenos. “Todo lo contrario”, responde, “tocar otros instrumentos es una forma de reafirmar mi dominicanidad.” Su argumento sorprende por su coherencia: apropiarse de lo diverso no como gesto cosmopolita, sino como acto de comunión. En uno de sus canales de Youtube, “Cuerdas y Cantos”, popularizó hace unos años una versión de “Ojalá que llueva café”, interpretada en un cuatro venezolano, generando aplausos y visualizaciones desde todas las esquinas del continente. “Cuando toco un charango, aunque es un símbolo andino, lo toco dominicanamente”. En esa frase se condensa toda una filosofía del mestizaje.

Pienso en el modo en que los músicos dominicanos, de Juan Luis Guerra a Rita Indiana, han convertido la hibridez en una forma de identidad. Pero en el caso de Emmanuel, el sincretismo adquiere un matiz casi teológico: la diversidad sonora como imagen de un mismo espíritu universal. Tal vez por eso su música en carácter religioso no busca solemnidad, sino cercanía. Incluso cuando por medio de la tecnología su guitarra suena como órgano (gracias a un pedal patentado por un neoyorquino, que transforma su timbre), lo que produce no es distancia, sino comunión. Hay algo profundamente moderno en esa mezcla de tecnología y devoción: un hombre que toca guitarra para sonar como catedral, y que, al hacerlo, reconstruye su propio templo interior. 

La vida en el exilio (porque eso es también la emigración, aunque se disfrace de oportunidad) parece haberlo hecho más consciente del poder simbólico de su oficio. Dice que siente que, en los Estados Unidos, ha aportado más a su país que cuando vivía allá. Lo relata sin vanidad, casi con asombro. “Ha sido una oración respondida”, concluye. Entiendo entonces que su música, más que un oficio, es una forma de correspondencia con algo mayor. Como director musical litúrgico de la Blessed Sacrament Church en Queens, Emmanuel a su manera actúa como embajador de la espiritualidad dominicana en la diáspora, creando diálogos entre la fe común, la distancia y la tierra que aún le llama.

Pienso en sus palabras cuando menciona a sus hijos, Pedro e Ian. Los llama sus “dos mejores canciones”. Y hay algo de verdad literal en eso: cada uno marcó un punto de inflexión en su vida creativa. Pedro lo llevó a profesionalizarse en el sendero musical, Ian a consolidarse como músico litúrgico en la diáspora. En ambos casos, la paternidad aparece como otra forma de autoría: componer una vida y verla resonar en otras.

Tal vez ahí esté el centro de su credo: Emmanuel no concibe la música como una carrera, sino como una forma de estar en el mundo. Lo que otros llamarían éxito, él lo llama servicio. En una época donde todo parece medirse en visibilidad, su manera de vivir el arte se siente casi contracultural, punk rock en espíritu. No busca fama ni aplausos, aunque los recibe con igual agrado si llegan. Por sobre todas las cosas, busca sentido.

Emmanuel Roque, de Pueblo Nuevo, Santiago, no toca en los Estados Unidos para impresionar ni buscar reconocimiento. Lo hace para sostener una idea simple pero esencial: que la fe y el arte pueden compartir un mismo espacio, y que todavía es posible crear belleza desde la disciplina, la conciencia y el servicio.

Cuando termino la conversación, me queda la imagen de su guitarra en una capilla de New York, convertida en órgano gracias a los servicios de la tecnología, acompañando una liturgia en la que confluyen acentos y personalidades distintas. En esa escena se resume todo, supongo: el arte como puente entre mundos, la música como una forma de comunicación que trasciende idioma, fe o procedencia.

Al final, me quedo pensando que para Emmanuel Roque no hay fronteras, solo misiones. 

Rodolfo R. Pou rrpoum@gmail.com 

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